En las últimas dos décadas los países de la región han asumido la receta -entre otras tantas- por la que unos treinta millones de familias pobres reciben actualmente dinero a cambio de llevar a los hijos a la escuela o al médico.
En este tiempo la pobreza en Latinoamérica ha disminuido hasta el 28,1 % de la población en 2013, según datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), aunque la desigualdad persiste e incluso ha aumentado, llegando a ser la tasa de pobreza en el campo 3,6 veces superior a la de las ciudades.
«Los países se están empezando a preguntar: ¿y ahora qué? Ya ejecutaron los programas y vieron su impacto en la reducción de la pobreza, pero llegó un momento en que esta se estancó y hay necesidad de repensar nuevamente la política pública», indica a Efe Tomás Rosada, economista del Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA).
Para avanzar en esa idea, un grupo de investigadores ha presentado esta semana en Roma un libro en el que exploran las posibles sinergias entre la protección social y el fomento productivo rural en los países latinos.
Su coordinador y profesor de la Universidad colombiana de Los Andes Jorge Maldonado explica a Efe la escasa interacción hallada entre esos dos tipos de proyectos porque no necesariamente la población a la que van dirigidos es la misma.
«Hay mucha heterogeneidad en el interior de los grupos en las zonas rurales. Es probable que algunos grupos sí tengan sinergias y otros no, pero cuando observamos el promedio no se ve tan claramente», añade.
A veces el impacto no se traduce en un aumento de los ingresos familiares, pero sí en una mayor participación de la mujer, más capacidad para reducir los riesgos o el inicio de otras actividades productivas que, sin ayuda, no hubieran salido adelante.
Además, puede que haya que esperar a observar los efectos en las próximas generaciones. «No tiene por qué ser simultáneo, sino que es una secuencia, primero con trasferencias condicionadas y formación de capacidades humanas, y luego con el apoyo a los hogares en términos de productividad agrícola», subraya Maldonado.
Según el estudio, en un país de larga tradición en protección social como México sus importantes programas Oportunidades -que combate la incidencia de la pobreza- y Procampo -que apoya los ingresos de los agricultores que cultivan alimentos básicos para la dieta nacional- han estado funcionando dándose la espalda.
El experto Antonio Yúnez cree que allí las transferencias monetarias a los hogares no han tenido una incidencia fuerte en la producción rural, por lo que hacen falta políticas con un enfoque más territorial y sectorial si se desea reducir la pobreza a largo plazo.
Pocas familias tienen acceso tanto a los programas de asistencia social como a los de desarrollo rural en Brasil, otro de los países pioneros en la región en los que los especialistas reclaman más coordinación política.
Mientras que en ese país se analizaron la iniciativa Bolsa Familia y el Programa Nacional de Fortalecimiento de la Agricultura (PRONAF), en Perú la comparación se hizo con los programas Juntos y Sierra Sur.
La investigadora del Instituto de Estudios Peruanos Úrsula Aldana detalla que las ayudas monetarias de Juntos aumentaron los ingresos de aquellas personas que contaban con más educación y recursos, por lo que echa en falta una mayor atención a los más desfavorecidos.
Evaluar mejor los programas sociales necesita El Salvador, donde se observaron fallos en su implementación, según la publicación.
Y en Colombia, algunos beneficiarios expresaron su temor de ser dados de baja en el programa de transferencias de dinero si entraban en otro.
Unos obstáculos que están haciendo recapacitar a unos países latinoamericanos que, con la experiencia acumulada, deben decidir ahora si ampliar los programas de protección social, crear unos nuevos o conectarlos con otros ya en marcha.