Bolivia, Argentina, Ecuador y Colombia son los países de origen de la mayoría de voluntarios, a los que identifica el chaleco reflectante sin distintivo de ningún equipo de socorro.
«Apenas vi lo que pasó cogí unas pocos cosas y me vine a ratos andando, a ratos en autobús, como se puede. Llegué el domingo y me puse a disposición de los bomberos, a lo que sea», cuenta a Efe Cristhian Riveros, un boliviano de 25 años que, siempre de buen humor, busca de forma incansable algo en lo que ayudar.
Viaja con lo imprescindible, come lo mismo que los rescatistas y duerme en la calle, una rutina que comparte con al menos veinte voluntarios -el número varía cada día- que no se resignan a mirar impotentes el desastre.
Mario Anselmo, ecuatoriano de 35 años, es de los que peor lleva observar sin poder actuar, y reconoce que a veces ha tenido que salir de alguna escena por la dureza de las imágenes, pero siempre vuelve.
«Estaba aquí en Manta cuando llegó el terremoto, y en cuanto me aseguré de que mi esposa y mis hijos estaban bien, vine corriendo. Esto es demasiado grande, demasiado duro, ayer tuve que marcharme un momento cuando sacaron a dos niños», afirma.
Anselmo es el que más cerca está, con la máscara siempre puesta, de la grúa que remueve escombros, una tarea que empezaron a realizar los voluntarios pero que ahora, con la maquinaria pesada en acción, queda fuera de su alcance.
Aunque Riveros, que ha ayudado en emergencias por lluvias en Bolivia, se queje de que casi no les dejan hacer nada, por los rescatistas son vistos como un bálsamo cuando el cansancio los vence y ellos, además de agua, les llevan algo de distracción y alivio a la mente, sobre todo cuando las noticias no son buenas.
«¡Vamos, que siempre se puede!», les dicen algunos voluntarios a los bomberos cuando éstos, tras encontrar una víctima sin vida, miran al suelo impotentes.