Situado frente a un refugio en el que los supervivientes intentan rehacer su vida, el cementerio ha aumentado su vigilancia en los últimos días no por motivos de seguridad, sino para atender los féretros que llegan cada día de Portoviejo y la vecina ciudad de Manta.
Ambas urbes, especialmente afectadas por el terremoto de magnitud 7,8, envían fallecidos a este camposanto, donde como consecuencia del sismo parte del suelo se levantó, se agrietaron las paredes y varios nichos quedaron abiertos, dejando varios ataúdes al aire libre.
Los trabajadores tienen ahora la doble misión de reubicarlos y encontrar espacio para los féretros que van llegando sin una previsión de tiempo, pues muchas veces se debe preparar nichos para la llegada de cadáveres que aún no han salido de entre los escombros.
Ésa es la situación de Azcario Ubillús García, que desde primera hora observa la preparación de las tumbas en las que espera sepultar a seis miembros de su familia, su sobrino, la esposa de éste y los cuatro hijos de la pareja.
Los nervios impiden que recuerde sus nombres. Solo sabe que toda la familia pereció en el centro comercial de Navarrete, en Manta, un edificio de cinco plantas que se derrumbó por completo.
«Como van a comenzar las clases, ellos salieron a hacer las compras de útiles escolares y ahí les cogió el terremoto», cuenta a Efe Ubillús, que espera la llegada de tres cuerpos, localizados por equipos tecnológicos entre los escombros y aún no rescatados, en tanto que se busca a los otros tres miembros de la familia.
Y mientras, propietarios de nichos acuden al camposanto para ceder su espacio ante la tragedia, un gesto de inestimable valor para los operarios.
Normalmente, todo el aviso que reciben para preparar una tumba es ver llegar el coche fúnebre, pues la capacidad de informarles con antelación ha quedado anulada entre las funerarias que quedan en pie en Portoviejo y Manta, desbordadas tras el terremoto.