Una cincuentena de las adquisiciones más preciadas del empresario -entre las que figuran obras maestras del impresionismo como «El niño del chaleco rojo» de Cézanne, «Campo de amapolas en Vetheuil» de Monet o «El sembrador a la puesta de sol» de Van Gogh- se exponen hasta octubre en la Fundación L’Hermitage de Lausana (Suiza).
La muestra inaugurada hoy propone un recorrido por la revolución impresionista a través de Manet, Gauguin, Pissarro, Sisley, Degas y Renoir, y, además, dedica un espacio tanto a sus predecesores -Ingres, Coubert o Delacroix- como a aquellos que continuaron innovando a lo largo del siglo XX como Picasso y Braque.
«Bührle consideraba el arte una parte muy privada e íntima de su vida, en la que se refugiaba del estrés que le provocaba de su trabajo», explicó a Efe Lukas Gloor, director de la Fundación Emil Bührle, cuyos fondos artísticos se mostrarán de forma itinerante hasta 2020, cuando se inaugurará un espacio fijo en la Kunsthaus de Zúrich.
Nacido en el seno de una familia humilde de la región alemana de Baden, Bührle cursó estudios de Filología, pero no fue hasta 1913 cuando el coleccionista descubrió su pasión por el arte en un viaje a Berlín.
El joven quedó cautivado por el uso de la luz y el color de las obras impresionistas, estilo que, en la época, dividía a la comunidad artística entre acérrimos admiradores de su vanguardismo y detractores que no lo consideraban digno de un museo.
Con el estallido de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), Bührle combatió en las filas alemanas, una experiencia que endureció su carácter.
«La mayoría de hombres salen debilitados de una contienda así, pero la guerra hizo de él un líder, un cazador», aseguró Gloor.
Después del armisticio, se produjo un hecho clave en su vida: su unidad fue transferida a Magdeburgo, donde residió en casa del banquero y accionista de una productora de armas Ernst Schalk, que se convirtió en su suegro y le inició en su carrera armamentística.
La industria bélica alemana se deslocalizó a países neutrales como Suiza, y así, en 1923, Bührle se mudó a Zúrich para dirigir la empresa Oerlikon, cuya adquisición en 1938 le permitió disfrutar de una cómoda situación económica y empezar a coleccionar arte.
Su fortuna se amplió gracias al comienzo de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), conflicto en que proporcionó armas y munición al Tercer Reich, algo que le valió a Bührle, ya convertido en suizo, un puesto en la lista negra de las potencias aliadas después de su victoria.
Sin embargo, después de unos años difíciles, y al ser uno de los pocos productores de armas cuyas fábricas quedaron «intactas» en el Viejo Continente, el inicio de la Guerra Fría le permitió restablecer las relaciones con el bloque ganador, especialmente con EEUU y los miembros de la OTAN.
Bührle nunca dejó de comprar obras de arte, incluso durante el conflicto, aunque la adquisición de forma masiva se produjo en los últimos seis años de su vida, entre 1951 y 1956, cuando el empresario conseguía una pintura al día de media.
Como todos los coleccionistas que adquirieron obras durante la Segunda Guerra Mundial en Suiza, se enfrentó a un Tribunal Federal creado para averiguar si las piezas habían sido robadas en territorios ocupados por el régimen nazi.
El veredicto señaló que trece de sus obras no le pertenecían legalmente, decisión que el empresario acató pero intentó revertir con ofertas de recompras a sus propietarios legítimos.
Al final, obtuvo nueve obras de nuevo, dos de las cuales, -un retrato de Corot y un paisaje de Sisley-, se exponen en la selección que acoge la Fundación L’Hermitage.
«No podemos estar seguros al cien por cien de que no haya más obras robadas en la colección», reconoció el director de la Fundación Bührle que, en una apuesta por la transparencia, ha publicado junto al catálogo de la exposición una lista que detalla la procedencia y el valor pagado por las 633 piezas que forman el fondo que gestionan.
Aunque no se sabe con certeza la cantidad, su adquisición más cara fue un autorretrato de Rembrandt, que más tarde se probaría falso.
Al coleccionista le costó dos guerras, veinte años y aproximadamente 38 millones de francos suizos, cumplir su sueño de juventud, que le persiguió desde aquel día en Berlín, cuando descubrió el impresionismo.