Nacido el 26 de octubre de 1959 en el pueblo de Orinoca, en el departamento andino de Oruro, Morales desempeñó varios oficios antes de ingresar a la política, desde pastor de llamas hasta trompetista.
Su nacimiento a la vida política ocurrió en la década de los años 90, en la zona central del Chapare, a donde tuvo que emigrar para subsistir.
La primera vez que se presentó a unas elecciones generales fue en 1997, bajo la sigla de la Izquierda Unida, y aunque no ganó la carrera presidencial, obtuvo un escaño parlamentario.
Para entonces ya se había forjado como un combativo líder sindical que defendía a ultranza a los productores de hoja de coca del Chapare y el libre cultivo de la planta, lo que le valió ser detenido, torturado y acusado de conspirador en numerosas ocasiones.
Morales rozó la Presidencia en los comicios de 2002, cuando quedó segundo con un 20,9 % de apoyo frente al 22,4 % de Gonzalo Sánchez de Lozada, quien no logró concluir su mandato por una revuelta social que estalló en octubre de 2003.
Aquellas jornadas reprimidas violentamente reflejaron el hastío popular por la forma en que los políticos «de siempre» habían administrado al país.
Y eso se tradujo en el respaldo mayoritario que logró Morales en 2005, cuando alcanzó la Presidencia con un 54 % de los votos. Fue la primera vez que en Bolivia se elegía un mandatario con un apoyo tan alto.
Las esperanzas de más de la mitad de los bolivianos estaban cifradas en el humilde campesino que sabía del sufrimiento de su pueblo porque lo había vivido en carne propia.
Tal vez por ese motivo emocionó tanto ver a un Morales conmovido hasta las lágrimas cuando le colocaron la banda presidencial por primera vez el 22 de enero de 2006.
Con todo, el sencillo sindicalista que vistió su popular «chompa» de lana a rayas en la primera gira internacional que hizo nada más ganar las elecciones parece haber quedado atrás, lejos del caudillo insustituible y todopoderoso del «proceso de cambio», como llaman al Gobierno de Morales los sectores que le son afines.
Hoy todo el proceso gira en torno a Morales, cuya fotografía aparece en cuanta publicación y material oficial difunde el Gobierno.
La compra de helicópteros y aviones, sus constantes viajes al exterior, su deseo de erigir un nuevo Palacio de Gobierno y un museo dedicado a su «revolución» le han valido críticas de la oposición, que le acusa de hacer gastos opulentos y de estar en permanente campaña para asegurarse la permanencia en el poder.
También ha sido cuestionado su sentido del humor, que incluye bromas machistas y alusiones a la apariencia física, estado civil e incluso orientación sexual de los aludidos en sus discursos.
Las críticas arreciaron en 2015 cuando Morales ordenó con la mano a un custodio que le atara el cordón de un zapato, momento que quedó captado en un vídeo que se «viralizó» en las redes sociales y que incrementó el desencanto de muchos de los que habían sido sus votantes.
Lo que no ha cambiado es su pasión por el fútbol, su capacidad de trabajar desde la madrugada hasta altas horas de la noche y su retórica en contra de su eterno enemigo, el «imperio» estadounidense.
Morales dice gobernar junto a los movimientos sociales, aquellos que le manifiestan su respaldo incondicional, pero no duda en tildar de «conspiración» cualquier conflicto que se le vaya de las manos.
Fue así como quedó distanciado, por ejemplo, de los indígenas amazónicos contrarios a la construcción de una carretera a través del parque nacional Tipnis, y de las organizaciones ciudadanas de Potosí que protestaron por el abandono de esa región, la más pobre de Bolivia.
Y es que para Morales no hay matices: o se está con él o contra él, o se está con su «proceso» o con el «imperialismo».
Esta filosofía ha vuelto a quedar patente en la campaña con miras al referendo del 21 de febrero próximo, en que se someterá a votación una reforma constitucional para permitirle ser candidato una vez más en 2019.
Por esa iniciativa, promovida por sus partidarios, la oposición acusa al gobernante de querer perpetuarse en el poder.
Las encuestas difundidas hasta el momento no dan una victoria clara al «Sí» o al «No» a la reforma constitucional, pero el oficialismo confía en que una vez más se impondrá el «voto duro», concentrado en las áreas rurales donde goza de amplio respaldo y que no suele ser tomado en cuenta en los sondeos.
Al margen de las pasiones a favor y en contra que levanta el mandatario, es evidente la falta de liderazgos en el oficialismo y en la oposición, algo que, si bien por ahora Morales puede capitalizar a su favor, será un problema si no halla un sucesor capaz de «llenar» sus zapatos.