“El Gobierno de Brasil se ha transferido del Palacio del Planalto al hotel Golden Tulip”. La afirmación del diputado federal Rodrigo Maia, del partido de oposición Demócratas, puede parecer exagerada, pero es real. En ese hotel de Brasilia es donde el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, del Partido de los Trabajadores (PT), promueve reuniones para tratar de evitar que su ahijada política, Dilma Rousseff, sea destituida.
Se ha visto en las últimas semanas en este lujoso recinto a tantos políticos que no son huéspedes —diputados, senadores y líderes de partidos— y con tanta frecuencia, que, a veces, se puede llegar a confundir el lugar con una extensión de la presidencia.
En las reuniones se discute cuáles serán las compensaciones para quienes decidan votar contra el impeachment de la presidenta en el pleno de la Cámara. La previsión es que esa votación se produzca el próximo fin de semana. Cargos en ministerios o cargos federales, promesas de coaliciones en las elecciones municipales e incluso la participación de Lula en la campaña de 2018 —cuando él mismo puede ser candidato a la presidencia— se encuentran entre las promesas. “¿Qué diputado no quiere tener el apoyo de Lula? No se puede negar que tiene un gran atractivo para el electorado, incluso bajo ataque, como en este momento”, dice el líder del PT en la Cámara, el diputado de Bahía Afonso Florence.
A pesar de ser uno de los objetivos preferentes del caso Petrobras, la fuerza política del expresidente resulta evidente en la última encuesta del Instituto Datafolha, publicada el sábado pasado. En los dos escenarios propuestos en la encuesta para las elecciones de 2018 —con el senador Aécio Neves o con el gobernador de São Paulo, Geraldo Alckmin, como candidatos del PSDB en la disputa— Lula lidera con el 21% y el 22% de las intenciones de voto, respectivamente. Por ahora, la única que le haría sombra al candidato del PT sería Marina Silva, su exministra y después candidata del partido Red, quien empataría técnicamente con Alckmin.