En 2014, Michael Phelps, detenido mientras conducía bebido, envió un mensaje a su agente, Peter Carlisle: “Ya no quiero estar vivo”. En un artículo en The New York Times en el que se relataba la new age de Phelps después de sus vicios, esa paz interior tan brusca y llena de sentido de la vida que produce aún más miedo que las adicciones, el entrenador de Phelps dice la frase clave: “No tenía ni idea de qué hacer con el resto de su vida”. Y cae él mismo en un agujero al tratar de convencer a su pupilo con argumentos terribles: eres joven, tienes todo el dinero y el planeta te admira, ¿por qué eres infeliz?
“El camino de Phelps para convertirse en el atleta más condecorado en la historia olímpica ha sido traicionero y tan solitario como la inmersión de un buzo en aguas profundas. Los años en los que debió desarrollar su personalidad estuvieron dedicados a desarrollar su talento para nadar”, escribe Karen Crouse. Suele ocurrir que el hombre que se especializa en el medio que no es el suyo deje de lado otros. En Río sus medallas han tenido la carga de moralina habitual con la que se construyen las películas más felices y peligrosas de Hollywood: Phelps se ha reencontrado consigo mismo, es hombre y padre, vive para su mujer y su hijo, “hay un mañana al final del camino” (literal).
Es probable que así sea. Lo cierto es que del pozo en el que dijo estar instalado le sacó no su mujer, sino la piscina. Ya se había reconciliado con ella —tras una separación— cuando fue detenido por segunda vez. Fue el reto el que volvió a meterse en su vida: a las adicciones terrenales le siguieron las adicciones de los dioses, el oro. Y a pesar de tener 31 años Phelps regresó no como mortal sino como extraterrestre, el trabajo que mejor sabe hacer. Lo ha arrasado todo otra vez, ha regresado a donde solía y, ahora sí, no podrá volver allí.
De Maradona, Sorrentino dijo una frase abrumadora: “El futuro no existe para alguien que está condenado a vivir en la memoria de todos”. Phelps empieza a vivir en seco en un mundo que lo recuerda mojado.