En la proclamación de su candidatura a la Presidencia de la República, Lenín Moreno anunció que trabajaría para otorgar una pensión a “todos los que lo necesiten” de la tercera edad. Esta declaración alude a un tema que recibe cada vez más atención en la formulación de políticas públicas: la universalización de la protección social para adultos mayores. Entre las razones para esta preocupación están los cambios demográficos contemporáneos y sus consecuencias macroeconómicas.
La seguridad social previsional moderna surgió como un mecanismo de protección centrado en el trabajo industrial. En Prusia, con la ‘Ley de aseguramiento para la dispacacidad y la vejez’ (1889), el canciller Otto von Bismarck creó un sistema de pensiones que proporcionaba una renta para quienes alcanzaban los 70 años, una edad lejana a los 45 años de la expectativa de vida que tenía el trabajador prusiano.
Posteriormente, la propuesta de financiar pensiones con la contribución de la población trabajadora se extendió a países como Inglaterra con la “Ley de Pensiones para la Vejez” (1908) y Estados Unidos con el ‘Sistema federal de retiro para servidores públicos’ (1920). En las economías de desarrollo capitalista tardío, empero, la difusión y consolidación de un sistema público nacional de pensiones no ha logrado aún completarse a plenitud.
En el ‘Informe de la Seguridad Social en el Mundo’, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) advirtió que solo un tercio de los países tiene sistemas de seguridad con capacidad para cubrir salud, seguro por desempleo y pensión por vejez.
“La cobertura de los esquemas de pensión para la vejez está concentrada en los empleados del sector formal, principalmente en el sector público y en las empresas grandes (…) Si bien el 75% de las personas mayores a 65 años reciben algún tipo de pensión en los países de altos ingresos, menos del 20% de los adultos mayores reciben pensiones en los países de bajos ingresos”.
Por otra parte, en ‘Ahorrar para desarrollarse’, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) invitó a encarar el problema de las pensiones para la vejez y argumentó que, para la formulación de políticas, “el debate más relevante” no es si las jubilaciones deberían basarse en un sistema de capitalización individual o en un sistema de reparto.
“Los países con sistemas basados en cuentas de capitalización individual -o que desean desplazarse en esa dirección- deben saber que estos sistemas por sí solos no pueden resolver sus problemas de ahorro (…) Los países con sistemas de reparto deben ajustar los parámetros de los mismos (como la edad de jubilación, el nivel de beneficios y los años necesarios de aportes) para evitar sistemas desfinanciados y/o insostenibles. Hasta ahora, el problema se ha ocultado detrás de las tendencias demográficas favorables: hay relativamente más personas que hacen aportes que jubilados que reciben beneficios”.
El financiamiento de la seguridad social depende de la capacidad productiva y redistributiva de una economía. En América Latina, sin embargo, el ‘bono demográfico’ está disminuyendo, es decir, está acortándose el período durante el cual el número de personas potencialmente productivas crece en forma sostenida con respecto a las personas potencialmente inactivas.
Según la Comisión Económica para América Latina y El Caribe (Cepal), los personas menores a 30 años representarán apenas el 20% de la población latinoamericana en 2050. Pero, en términos de la provisión de seguridad social, el plazo para percibir el cambio demográfico no está lejano. Para 2030, por ejemplo, en Cuba será notoria la fracción de personas que dependerán de quienes ejerzan actividades productivas (ver infografía).
Esto significa que buena parte de la población podría quedar fuera de la seguridad social, pues “la cobertura relativa de los programas previsionales contributivos se ha mantenido casi estancada en las últimas décadas (…) alcanza solo al 29,2% de los 45 millones de adultos mayores”, destacó María Laura Oliveri, en su estudio sobre ‘Pensiones sociales y pobreza en América Latina’.
Durante los últimos veinte años, en respuesta a las limitaciones de los sistemas previsionales, se amplió la protección social a través de transferencias monetarias que no presuponen una contribución previa por parte de sus beneficiarios.
Al respecto de este tema, Andrés Mideros, exsecretario Técnico para la Erradicación de la Pobreza, indicó que existen 1’100.000 adultos mayores en Ecuador, 475.000 de los cuales están afiliados a la seguridad social en régimen contributivo (IESS, Issfa o Isspol). De esto se desprende que 651.000 personas requieren una pensión no contributiva que, por lo menos, debería superar la línea de la pobreza ($ 84).
“Anualmente, eso implicaría una inversión de $ 655 millones. Dado que el MIES ya tiene un programa de pensiones no contributivas con un presupuesto de $ 274 millones, se necesitarían $ 380 millones adicionales para extender la protección a todos los adultos mayores”.
Para financiar ese adicional, Mideros propone optimizar los subsidios relacionados con combustibles y las deducciones del impuesto a la renta. “Mientras esos subsidios se destinan a la población con mayores recursos, las pensiones no contributivas están enfocadas en personas con bajos recursos. Si la propuesta se implementa, 258.000 personas saldrán de la pobreza con la inclusión de los adultos mayores en la seguridad social”. (I)