Desde que tomara posesión el pasado 20 de enero, Trump ha gobernado a base de órdenes ejecutivas, cerca de una veintena de acciones con las que ha hecho uso de su poder presidencial, pero algunas de las más controvertidas han tropezado con los tribunales.
Para cumplir, o al menos comenzar a hacerlo, algunas de sus promesas de campaña el magnate ha echado mano de dichas medidas, como la que rubricó a los pocos días de comenzar su presidencia para ordenar la «construcción inmediata» de un muro en la frontera sur con México, aunque de facto empezar las obras de la muralla no sea tan sencillo.
Este pasado 16 de marzo debía entrar en efecto su segunda prohibición de entrada a los nacionales de seis países de mayoría musulmana durante 90 días, y a cualquier refugiado por 120, pero dos jueces federales bloquearon su orden a nivel nacional, pese a haber sido modificada tras un primer bloqueo en semanas anteriores.
Se trata de lo que en Estados Unidos se llama «check and balance», o comprobar y equilibrar, la esencia y la fortaleza de la división de poderes para que ninguno de ellos abuse del que le ha sido conferido.
Así, por segunda vez en apenas dos meses, Trump ha visto cómo el sistema judicial ha frenado su intento de prohibir la entrada a los ciudadanos de ciertos países que en su mayoría practican el Islam, algo que a ojos de los magistrados rompe claramente con el respeto a la libertad religiosa protegido por la Primera Enmienda de la Constitución estadounidense.
Pero las cortes y sus jueces no son el único de los obstáculos que está encontrando el magnate para ejecutar su ambiciosa agenda, esa que, según su estratega jefe, Steve Bannon, está «obsesionado» con cumplir.
Aunque Trump llegó a la Casa Blanca con un Congreso completamente en manos de su partido, no le será tan fácil negociar con los legisladores, como está demostrando la disidencia generada entre los conservadores alrededor del plan que hay sobre la mesa para derogar y reemplazar la ley sanitaria impulsada por el expresidente Barack Obama.
Desde que entrara en vigor la Ley de Cuidado de Salud Asequible (ACA, en inglés), conocida como Obamacare, allá en 2010, los republicanos hicieron de ella su principal objetivo a batir y, pese a estar de acuerdo en querer retirarla, no son capaces de encontrar un lugar común para sustituirla.
Acabar con el Obamacare, que a juicio de los conservadores es «una pesadilla», «un desastre», fue también una de las promesas del magnate durante su campaña electoral, y por eso también se ha convertido también en una de sus primeras metas presidenciales.
Sin embargo, desde que hace dos semanas el liderazgo republicano en la Cámara de Representantes presentara dos proyectos legislativos para eliminar y reemplazar la ley sanitaria de Obama, las discusiones internas entre la propia bancada conservadora han resonado en los pasillos del Capitolio.
Los ultraconservadores por un lado, y los más moderados por otro, no quieren ni oír hablar de la propuesta, hasta el punto de que su rostro más visible, el presidente de la Cámara Baja, Paul Ryan, ha asumido que tienen que adoptarse ciertos cambios para que pueda ser aprobada.
La ley de salud de Obama ha logrado ofrecer cobertura sanitaria a más de 20 millones de personas que antes no la tenían, además de prohibir a las aseguradoras que pudieran negar acceso sanitario a personas que hubieran sufrido enfermedades en el pasado.
Asimismo, Obamacare estableció una expansión de los programas de ayuda a las personas con bajos recursos, una medida que ayudó a millones de ciudadanos que no podían permitirse un seguro médico a lo largo y ancho de todo el país.
La ley que propone el liderazgo republicano y que es apoyada por la Casa Blanca de Trump pretende mantener algunos de los elementos de Obamacare, como el asunto de las enfermedades preexistentes, pero quiere acabar con la expansión del programa para los más pobres, a lo que se oponen los conservadores más moderados cuyos estados se han visto beneficiados por esta medida.
Así, el primer caballo de batalla que enfrenta el magnate en el Congreso, y que no puede dirimir a golpe de orden ejecutiva, demuestra las dificultades que se encontrará en su camino pese a contar al menos con dos años de un Legislativo favorable.
La división interna entre los republicanos, a la que se suma la oposición demócrata, y el irreductible respeto de las instancias judiciales y sociales por la Constitución estadounidense no le pondrán las cosas tan fáciles al nuevo presidente, por mucho que quiera cambiar las reglas del juego.