El músico ofrece un visceral concierto en las Noches del Botánico, demostrando que su figura es tan explosiva como capital en la música española.

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Con pañuelo pirata en la frente y moviéndose como una culebra salida de la cesta, Andrés Calamaro pisó anoche el escenario de las Noches del Botánico como quien mete la carabela en la isla del tesoro derrapando.

Acelerado y sin medir la estrategia, pero con la idea en la cabeza de que todo merecía la pena. Atacó con Alta suciedad, uno de sus golpes fuertes, con un órgano blusero y abrasivo, y de ahí se lanzó con Verdades afiladas, el primer single de su último disco, Cargar la suerte.

Dos canciones tan dispares como dispares son las expectativas que despierta este músico fuera del molde. Daba igual. De primeras, lo único que parecía importar era su condición de intratable.

Calamaro no se puede medir como se mide lo corriente. No es algo que él explote como promoción. Incluso quizá es algo que no sepa, o al menos mida. Es algo que está dentro de él, como su música, que se revuelve orgánica y física, poco entregada a las contemplaciones fáciles.

Es muy visceral, por momentos alocada. Anoche sucedió así. Su rock, tan bonaerense como madrileño, se zafó de todo cliché. Tenía algo de febril, como esas noches etílicas inolvidables, pero de las que al día siguiente no recordamos nada. Febril como la vida misma.

Fuente: EL PAÍS, nota original: LINK