En feriados o en vacaciones, no era extraño que los turistas que llegaban con sus hijos a disfrutar del mar tuvieran que convivir con farristas ebrios y amanecidos que se desplomaban sobre las veredas o al lado de los castillos de arena. Tampoco era rara la combinación de música a todo volumen con los gritos de los voceadores de hoteles, parqueaderos, restaurantes y bares; mientras, en el piso, artesanos de manillas, tatuadores de figuras que se van con el agua y vendedores de bikinis multimarca y pipas para fumar marihuana buscaban enganchar clientes.
Ya en la noche, Atacames se volvía una orgía de reguetón, olor a caña. perreo y siluetas al filo del mar. Lo que en Quito estaba prohibido por la ley o la idiosincrasia, acá estaba permitido por consenso. Hasta que llegó la pandemia.
En vísperas de su reapertura, el primer fin de semana de agosto, Atacames está en silencio. La cuarentena convirtió a las discotecas y a las tradicionales covachas en nada más que cemento y madera. El malecón ya no es multitud, sino una calle vacía. A la bulla ahora se impone el sonido de las olas y el sol del verano ilumina y quema a unos pocos que se preparan para recibir a los turistas.
Durante la cuarentena, hasta hacer trampa para sobrevivir perdía sentido: abrir un local a hurtadillas, sin permiso, era inútil, porque no había a quién vender nada. Hoy, si bien el regreso de visitantes ha sido esperado con ansiedad; es visto con dudas.
La suspensión de la reapertura de las playas que fue anunciada en julio pasado fue letal para microempresarios y pequeños comerciantes que se endeudaron -en buena medida con chulqueros- para atender a clientes que nunca llegaron, pues el gobierno decidió postergar la fecha. “Pero las deudas se quedaron”, dice Víctor Orellana, presidente de la Cámara de Turismo de Esmeraldas.
En Esmeraldas, la capital de la provincia, el 90% de los hoteles despidieron a sus empleados y ahora son atendidos por familiares de los dueños, mientras que en Atacames al menos el 60% de locales cerraron, estima el empresario.
Por toda la costa esmeraldeña, los letreros de venta de lotes y propiedades se multiplican. La economía local está al borde de la quiebra y necesita una inyección urgente de dólares. La desolación es peor que el riesgo del coronavirus, dicen sus habitantes.
En el malecón de Atacames, el escaso optimismo de sus habitantes está marcado más por la resistencia. Aseguran que, a estas alturas de la crisis económica, nadie le tiene miedo al coronavirus. “Es que no nos queda otra. Soy sincero: el miedo yo ya lo perdí. O te mueres de hambre o te mueres con covid. Y yo decidí perderle el miedo al virus para llevar algo a la casa”, sostiene Rodolfo Chiquito, un vendedor de artesanías que alquila un local junto a la playa.
El mercado artesanal donde trabaja ha pasado prácticamente vacío durante las 18 semanas de la cuarentena. Nueve de cada diez locales bajaron sus puertas lanfor y las aseguraron con candados.
“Antes de la pandemia vendíamos todos los días; el fin de semana hacíamos de $ 200 a $ 300, pero hoy, se venden $ 3 o $ 4”, asegura, mientras juega con un un frasco de alcohol en sus manos y tiene un cubrebocas de tela simple, que no lo separa de nadie y que únicamente lo protege de un eventual llamado de atención de los vigilantes.
Germán Angulo, que tiene un puesto de comidas en la popular plaza La Ramada, dice que está más molesto con las autoridades que con el coronavirus. “Nos vienen engañando; dicen que se abre en ciertas fechas y cuando llega el día, nada. Y nosotros tenemos que luchar por nuestro sustento diario”.
La asociación de cevicheros de la que Germán es parte ya ha puesto en práctica los protocolos: trabajar por turnos para evitar aglomeraciones, usar termómetros y proceder a una rigurosa rutina de desinfección de manos.
El resto de restaurantes y locales comerciales también se han capacitado y han delineado medidas de bioseguridad. Nancis Bazurto, directora de Turismo del Municipio de Atacames, explica que solo los locales que cumplan con los requisitos exigidos por la autoridad local podrán atender al público.
Sin embargo, una cosa es lo que dictan los manuales y otra lo que sucede en las calles. Hasta ayer, solo una pequeña parte de los negocios tenía el documento de funcionamiento del Municipio; la mayoría aún debía completar trámites y adecuaciones en los locales.
El uso de mascarilla, que es obligatorio en los papeles, en la cotidianidad es relativo. No es difícil encontrar a los vecinos charlando en la acera sin protección alguna y en la tienda de la esquina, a pocos pasos, a personas intentando guardar la distancia. “Aquí no pasa es nada; no es como en Quito”, afirma uno de ellos, cubriéndose la boca con la camiseta. Y también insiste: ¡no tenemos miedo, queremos trabajar!
Aunque la idea de que el ingreso masivo de turistas aumentará el riesgo de contagio está presente en la población, la necesidad ha creado sus propios discursos: que superando el temor al virus se puede vencer a la quiebra y al hambre, que es preferible enfrentarlo trabajando a quedarse en casa o, simplemente, que es Dios, la suerte o algún remedio casero el que determinará el destino de cada uno.
Nota Original: El Universo – LINK