En la actualidad siguen causando asombro o curiosidad entre la población, pese al avance tecnológico y el hecho de que la sociedad se ha vuelto más cínica.
Presencia de Estrada
El Cementerio Patrimonial de Guayaquil, considerado un museo al aire libre, es uno de los escenarios de estas leyendas fantásticas. El protagonista es Víctor Emilio Estrada Sciaccaluga, notable personaje guayaquileño, empresario, del que seguro algunos simplemente conocen su nombre por la calle emblemática de Urdesa. Pero sobre él -además de su paso por la política ecuatoriana- surgen relatos que dan mucho que pensar.
A Estrada, quien en 1944 fue presidente del Concejo Cantonal de Guayaquil, le sobrevino la muerte el 21 de febrero de 1954 tras perder la batalla contra el cáncer de páncreas. Tenía 62 años. Sus restos descansan en un majestuoso mausoleo en la puerta VII del Cementerio Patrimonial.
Una leyenda urbana ampliamente difundida a través de los años indica que su espíritu se levanta a las 23:00 de la tumba para tomar taxis con rumbo desconocido, ocasionando gran susto a los conductores cuando ven que su misterioso pasajero ha desaparecido.
Otros relatos cuentan que simplemente conversaba con los transeúntes del sitio, que se disponen a tomar el transporte público; o que Estrada, luego de muerto, ayudaba a los estudiantes a sacar buenas notas.
La dama tapada
La vida bohemia que llevaban algunos hombres en los años 1700 les costó muy caro. La presencia de la Dama Tapada era el terror de muchos entre la medianoche y las cuatro de la madrugada en esa temprana época en la historia de la vida porteña. No se tiene certeza de su origen, lo único que resalta es que aparecía a pocos metros y de forma casual frente a los hombres que, prendados de su belleza, la seguían.
Era una mujer de esbelta figura y cautivadoras formas, de andar seductor y elegante, rodeada de un agradable aroma que dejaba al paso y cubierta el rostro por un velo que, pese al enigma que representaba, dejaba averiguar gran belleza. Ningún hombre se le resistía, todos se veían hipnotizados; la distancia entre ella y el hombre siempre se mantenía igual: nadie se alejaba, por más cobarde que fuese, y nadie se le acercaba más allá de cierto punto.
Luego de un tramo, la mujer se detenía y le decía al hombre: – Ya me ve usted cómo soy… Ahora, si quiere seguirme, siga… Finalmente, la mujer se quitaba el velo y su bello rostro desaparecía para dar paso a una horrenda calavera que emanaba un hedor nauseabundo…
Esta situación hacía que sus ‘admiradores’ quedaran impactados; algunos morían por el susto, otros por el olor pestilente. Los pocos que sobrevivían fueron calificados por la cultura popular como tunantes.
Tras el impacto, la Dama Tapada seguía su camino hasta desaparecer en las calles porteñas.
El comemuerto
No es una leyenda, esto sí fue real, aunque nadie comía muertos. Era en la década del 40 cuando un enterrador de muertos vio una ‘oportunidad’ para sacarle provecho a la muerte.
El hombre en cuestión asistía a los entierros de familia pudientes de la época en el Cementerio General de Guayaquil. En ese entonces los fallecidos que habían gozado de una buena posición económica eran sepultados con sus mejores ropas, zapatos y joyas.
Después de pasado un tiempo o quizá incluso en la misma noche, el ‘comemuerto’ desenterraba los cuerpos para hacerse con los objetos de valor del difunto. Anillos, vestidos elegantes, cadenas y hasta dientes de oro eran sustraídas de los ataúdes.
En una ciudad donde entonces había pocos habitantes, con relación a la actualidad, resultó cuestión de tiempo descubrir que los objetos robados habían ‘vuelto a la vida’.
Los familiares de los difuntos asaltados empezaron a notar que las pertenencias de sus parientes de pronto estaban a la venta en locales del centro porteño.
Por ejemplo, la madre de una fallecida quedó estupefacta cuando vio en la vitrina de un local el vestido de novia que le puso a la hija para el velatorio y con el que la sepultó.
No hizo falta justicia divina para este caso, pues la acción fue sancionada en esta vida. Luego de las denuncias presentadas por propietarios de las tumbas profanadas, las autoridades detuvieron al ‘comemuerto’, así como también a sus cómplices.
Iglesia de San Francisco
Cantuña era un indígena a quien los padres franciscanos le encomendaron la construcción de la iglesia de San Francisco de Quito. Tenía seis meses para terminar la obra, a cambio recibiría una gran suma de dinero.
El indígena tenía el tiempo en contra, pero reunió un equipo y se propuso terminar el templo en el tiempo acordado. Pero el tiempo pasaba y el contratista se empezó a dar cuenta de que no tendría el tiempo suficiente para cumplir con la obra. En medio de su desesperación se le apareció el diablo, quien le propuso terminar la iglesia antes de que amaneciera, pero a cambio debía darle su alma.
Cantuña no tenía más opción y aceptó el trato, que consistía en terminar la obra en el menor tiempo posible y colocar todas las piedras. El diablo y sus ayudantes terminaron la obra antes de la medianoche y el maligno estaba listo para cobrar la deuda.
Lucifer se aproximó a Cantuña para reclamar lo suyo, pero este lo increpó y le dijo: “¡El trato ha sido incumplido! Me ofreciste colocar hasta la última piedra de la construcción y no fue así. Falta una piedra”. Pero la roca en cuestión había sido sacada de la obra por el mismo Cantuña, quien la escondió antes de que los demonios comenzaran la construcción.
El diablo, asombrado, vio cómo un simple mortal lo había engañado. Así, Cantuña salvó su alma y el diablo, sintiéndose burlado, se refugió en los infiernos sin llevarse su paga.
Fuente: El Universo – Nota completa: LINK