El desértico paisaje de las calles de las principales ciudades de Brasil nada tiene que ver con la instantánea de un mes atrás, cuando miles de personas salieron a manifestarse a favor y en contra del Gobierno mientras la Cámara de Diputados votaba sobre la apertura de un juicio político para destituir a la mandataria.
Entonces, los brasileños se volcaron en masa en las calles, termómetro de la profunda crisis que atraviesa el gigante suramericano, y evidenciaron la profunda brecha que se ha instalado, poco a poco, en la sociedad.
Sin embargo, hoy la postal de la calle es totalmente diferente.
En Brasilia, la capital del país y sede del Congreso, algunos centenares de personas se congregaron en la Explanada de los Ministerios, una amplio paseo que reúne los poderes públicos y en el que se volvió a instalar una valla metálica de 1.000 metros de extensión para separar a los detractores y simpatizantes del Gobierno en previsión de posibles incidentes.
Esta vez no hubo pantallas gigantes para que el público siguiese el debate en la Cámara Alta, pero sí gas pimienta, que la Policía utilizó sobre algunos participantes en la concentración que tuvieron que ser atendidos por el personal sanitario.
En Sao Paulo, convertido en los últimos meses en una suerte de termómetro social, manifestantes a favor y en contra del «impeachment» cortaron la céntrica Avenida Paulista, enclave de la oposición y escenario de las multitudinarias protestas que el pasado marzo pidieron a gritos la destitución de Rousseff.
Mientras unos clamaron contra el «golpe» -como el Gobierno ha tildado el proceso contra la presidenta-, otros alzaron los ya famosos «pixulecos», es decir, muñecos inflables gigantes que representan a Rousseff con un antifaz de ladrona y a su antecesor y padrino político Luiz Inácio Lula da Silva vestido con traje de presidiario.
La céntrica plaza de Cinelandia fue el punto de encuentro de medio millar de manifestantes en Río de Janeiro, donde las fuerzas de seguridad tuvieron que intervenir para frenar algún incidente menor entre partidarios y detractores del Gobierno.
A diferencia de otras veces, los «coixinhas», como se conoce popularmente a quienes apoyan la destitución de Rousseff, abdicaron de la playa de Copacabana y optaron por sumarse a los «petralha», los simpatizantes del Partido de los Trabajadores, pero tras el incidente se trasladaron a la vecina plaza de la Candelária.
Así, lejos de la marabunta roja, verde y amarilla del último mes, los brasileños prefirieron hoy quedarse en sus casas a la espera de un resultado conocido a voces.
Incluso el gobernante Partido de los Trabajadores (PT) ha insinuado ya que el proceso que debate el Senado no tiene marcha atrás y que Rousseff será, seguramente, sometida a un juicio político.
La propia jefa de Estado ha acelerado la mudanza de sus pertenencias personales, como cuadros o adornos que tenía en su despacho presidencial y que trasladó al Palacio de la Alvorada, la residencia oficial donde pasará los 180 días que podría durar el proceso y durante los cuales sería apartada del poder.
Pero ese probable escenario sólo se dará si una mayoría simple de 41 senadores votan a favor de aprobar el juicio y, de momento, una abrumadora mayoría de los parlamentarios que ha tomado la palabra ya han trasladado su intención de así hacerlo.
Si la votación, que puede alargarse hasta entrada la madrugada de este jueves, concluye que la mandataria debe ser sometida a un juicio político, asumirá el cargo durante los próximos 180 días el vicepresidente Michel Temer, que ya tiene a buena parte de Brasil en vilo a la espera del nuevo gabinete de Gobierno.
Transcurridos seis meses, el tiempo que tomará el Senado en decidir sobre el proceso, Rousseff podría volver al cargo si resulta exonerada o ser destituida, en cuyo caso, Temer dejaría la interinidad y asumiría hasta las próximas elecciones, en 2018.